miércoles, 28 de diciembre de 2011

El templario

A continuación os dejo un fragmento del libro: El séptimo: el adalid del apocalipsis

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La ciudad de Nueva York era una de las mayores aglomeraciones urbanas del mundo y eso, para Abdul, era una ventaja. Con más de ocho millones de ciudadanos en un espacio de ochocientos treinta kilómetros cuadrados, nadie se fija en un inmigrante árabe, ni en su turbante, ni en sus costumbres, si bien es cierto que desde el 11-M las suspicacias habían convertido la cotidianidad en algo un poco más difícil, pero compensaba el hecho de tener un trabajo normal y cuatro paredes en las que dormir. En cambio, en Marruecos habría perdido con total seguridad una mano o las dos, puede que incluso la cabeza. Daba igual que le atracasen como mínimo una vez al mes, que tuviera que aguantar los insultos de algunos jóvenes xenófobos o que se le estuviera produciendo una lumbalgia crónica por estar catorce horas conduciendo su taxi amarillo, cualquier cosa era mejor que verse obligado a coger una taza de té caliente con los muñones. Durante los cinco años que llevaba en la ciudad había visto de todo tanto dentro como fuera del vehículo. A las pocas semanas presenció su primer asesinato, al mes y medio atropelló a un borracho que había decidido renunciar a la parte material de su cuerpo. Cuando estaba a punto de cumplir un año en su pequeño apartamento compartido, extraditaron a sus compañeros de piso y acabó compartiendo techo con una prostituta de lujo que tenía como clienta. Gracias a ella acabó alquilando un minúsculo apartamento en Brooklyn, lo que para él fue un avance muy importante, a pesar de tener que repintar varias veces las paredes porque las manchas de sangre provenientes del anterior inquilino se negaban a irse. Después de una temporada realmente apacible en la que no sucedió nada especial, una buena mañana, un ejecutivo, al saber que había perdido unos cuantos millones de dólares en bolsa, tuvo la mala suerte de precipitarse desde su despacho en el piso veintiuno y caer sobre el motor de su taxi. Aquello sucedió en la octava con la cuarenta y dos y todavía, a día de hoy, se puede ver la muesca que dejó el parachoques delantero en el asfalto. El seguro le pagó el vehículo y pudo comprarse otro nuevo con dirección asistida, aire acondicionado y mampara de protección, todo un lujo al que creía que no llegaría jamás.

Por todo ello, cuando Abdul vio salir de entre los árboles de Central Park a un hombre de dos metros con una vieja armadura y una espada colgándole de la cintura, se limitó a detener el taxi y esperar pacientemente a que el tarado abandonase la calzada. Varios coches más le imitaron e emitieron sonoras quejas, pero él se mantuvo quieto ya que sabía que no era bueno llamar la atención, sobre todo siendo árabe en un mundo occidental. El gigante, pues era lo que parecía, andaba erguido con porte orgulloso y cuando se volvió para mirar las filas de alterados conductores la sangre se le heló. No fue por la ostentosa y pesada armadura, ni por su espada que parecía sacada de la misma edad media y tampoco por el peto blanco que lucía con una cruz roja dibujada, no, lo que realmente le hizo volver a tener ganas de regresar a su país, fue la mirada de aquel hombre. Su rostro, duro y agresivo, tenía una brutal cicatriz que le recorría verticalmente el lado derecho, pero que no había dañado ninguno de los dos ojos salvajes con los que le amenazaba sin palabras. Abdul tuvo el convencimiento, durante unas milésimas, de que aquel tipo no iba a ninguna fiesta de disfraces, sino que había venido del pasado. De un pasado en el que lucir una cruz roja en el pecho era un orgullo y partir por la mitad a los herejes una obligación para con la civilización.

El extraño acabó de cruzar la calle y los coches volvieron a circular, todos excepto el de Abdul que estaba como congelado en su asiento sin poder articular palabra. Lentamente, bajó la mirada hacia su entrepierna, sin separar las manos del volante, y comprobó que tenía los pantalones mojados, muy mojados. Fue en ese momento cuando concluyó que su etapa como taxista había acabado, que era el momento ideal para tomarse unas vacaciones en su país. Ver a su familia, a sus antiguos amigos, a sus enemigos, cualquier cosa sería mejor que estar en la misma ciudad o país que el tipo de la armadura.

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