martes, 27 de diciembre de 2011

Garrafilada - Parte I


Existen en el mundo pocas cosas comparables a la sensación de volver al hogar después de siete años deambulando por Santuario. Ni los bellos palacios de Lut-Gholein, ni los antiguos templos de Viz-Jun podían compararse a la belleza que mi corazón percibía en cada brizna de hierba de los prados de Bramwell. Mis padres me esperaban frente a nuestra humilde, pero acogedora casa. Construida en piedra con techo de teja negra, había recibido más de un remiendo por culpa de las copiosas lluvias otoñales. A un lado de la casa brillaba cual oro el campo de trigo que era, a todos los efectos, nuestro medio de subsistencia. Desde hacía años, aquel campo suministraba la mayor parte del trigo necesario para hacer el pan y la cerveza que alimentaba a Bramwell.

Hacia mí se acercaba, montado en su carro lleno de sacos blancos, Josh Dirrell al que todo el mundo apodaba “El capataz” por ser el propietario del molino y de la cantina. De él se decía que, si la vida le trataba bien, llegaría a ser un respetable comerciante en la región, pues poseía un gran don de gentes y un innegable olfato para los negocios.

- ¡Thar, muchacho! - Exclamó al llegar a mi altura - Cuanto tiempo, estás hecho todo un hombretón.

- ¿Qué tal Josh? - Le pregunté cubriéndome los ojos para evitar el sol.

- Ha pasado mucho tiempo, chico - Me contestó apoyando los codos sobre sus rodillas sin soltar las riendas - Me alegra decirte que las cosas van muy bien en el pueblo y creo que tus padres no pueden quejarse tampoco. Las lluvias han tenido clemencia con sus cosechas y no les ha faltado un buen plato caliente en la mesa. Con los tiempos que corren eso es todo un lujo, te lo aseguro.

Sonreí con acritud, pues a mi mente vinieron fugaces imágenes de horribles criaturas, pero no era el momento ni el lugar para alarmar a nadie. Estaba en casa y debía disfrutar de ella lo máximo posible.

- Pero que hago entreteniéndote con mi cháchara, anda ve a ver a tus padres que lo estarás deseando.

Nos despedimos para seguir cada cual su camino y el mío me llevaba hacia las dos personas que más amaba. En cuanto estuve lo suficientemente cerca, mi madre corrió hacia mí y me ofreció un gratificante abrazo que duró tanto que a punto estuve de olvidar las increíbles aventuras que había vivido durante aquellos siete años al lado de mi maestro Vedesfor. Mi padre en cambio, no fue tan efusivo, pues era parco en palabras y en gestos, pero supo transmitirme su afecto con su silencio y unas cuantas palmadas en la espalda.

Al entrar en lo que había sido el hogar de mi infancia, la paz llenó mi corazón y sosegó mis nervios. Todo seguía igual. En la chimenea de piedra chisporroteaban unas brasas rojizas y sobre la mesa rectangular humeaban unos apetitosos trozos de cerdo bien asado.

- Parece como si me estuvierais esperando - Bromeé.

- Llevamos mucho tiempo haciéndolo, era cuestión de tiempo que volvieras - Contestó mi madre acariciando mi pelo largo, negro y algo despeinado - Tienes muchas cosas que contarnos y qué mejor que una buena comida para soltar la lengua.

Nos sentamos en los alargados bancos de madera junto a la mesa y mi padre nos sirvió un poco de vino con el que brindamos. De reojo, mientras tomaba un largo sorbo, miré la bolsa que había traído y que guardaba a buen recaudo a mi lado. Había llegado el momento de explicarles todo lo sucedido, pero antes les enseñaría lo que sería, a buen seguro, una mala noticia para ellos. Desaté el largo fardo de piel que llevaba atado a la bolsa y lo abrí ante ellos.

- ¿Es la espada de Maese Vedesfor? - Preguntó mi padre con incredulidad.

- Sí - Contesté - Me temo que no soy portador de noticias agradables.

De repente, la casa tembló como si sus cimientos hubieran sido sacudidos por el mismísimo Baal. Mi padre rodeó con sus fuertes brazos a mi madre y se apartaron de la mesa fijando sus ojos en mí.

- ¿Qué tragedia has traído a nuestra casa? - Preguntó mi madre entre sollozos mientras las paredes volvían a temblar.

- No he sido yo, madre.

Poco importaba lo que yo dijera en ese momento ya que el miedo embargó su razón y en un acto irracional e irresponsable abrieron la puerta para salir de la casa. Desesperado por lo que pudiera ocurrirles, cogí por la empuñadura la Venganza de Vedesfor y les seguí. No llegué a tiempo para salvarles, pero sí para ver como sus cuerpos se convertían en un borrón carmesí que salpico mis ropas y mi rostro. Sobrecogido al presenciar tal atrocidad, salí de la casa sin saber qué me podía encontrar.

Ante mí se alzó aquella criatura de mil toneladas que una vez pereciera bajo mi espada. Por imposible que pudiera parecer, allí estaba, respirando y agitando las mazas de las que goteaba la sangre de mis progenitores. Aquel ser demoníaco me había seguido para saldar su cuenta y matarme.
Desperté sobresaltado por la pesadilla que sacudía mi mente y me encontré recostado sobre un duro lecho. Me hallaba en el interior de una carreta cubierta repleta de alambiques, probetas y frascos de cristal llenos de espesos líquidos en los que flotaban cosas con formas indescriptibles. Pese a la pesadez y lentitud de mis pensamientos, me incorporé para salir al exterior. Sin embargo, como bien me enseñó mi maestro, antes de aventurarme a lo desconocido decidí observar.

El cielo estaba despejado y en el firmamento brillaba la luna en el centro de un mosaico de estrellas titilantes. A pocos metros del carro, ajena al solitario aullido de un lobo, estaba sentada una figura junto a un pequeño fuego. Pese a estar de espaldas a mí, puede reconocer su silueta como la de una mujer. Su pelo rizado y negro caía sobre su espalda hasta acariciar sus caderas. No suele ser muy común que las mujeres recorran los caminos de Santuario sin hombres que las protejan, así que agudicé mis sentidos para detectar cualquier movimiento entre los árboles que pudieran delatar a su acompañante.

- Por fin te has despertado.

La mujer se levantó mientras sus palabras se perdían entre los árboles y se volvió hacia mí con la delicadeza de un ángel. Era imposible lo que estaban viendo mis ojos, no podía ser ella quien estaba allí de pié junto al fuego. ¿Había abandonado una horrible pesadilla para caer en un tortuoso sueño donde los muertos revivían? ¿A caso no había sobrevivido y me encontraba en el más allá donde ella me esperaba?

- Abrahel...

Su nombre rasgó mi reseca garganta mientras alargaba mi mano para intentar tocar su silueta. ¿Qué pasaría si la tocaba? ¿Se desvanecería tan maravilloso sueño? Bajé de la carreta y, sin sentir el suelo bajo mis pies, me dirigí a ella con la esperanza de que el espejismo no se desvaneciera. No lo hizo. Llegué hasta mi bella dama y observé su rostro en el que se reflejaba la calidez del fuego de campaña.

Las fuerzas me abandonaron de nuevo y me desmoroné sobre la tierra fría y húmeda, pero poco me importó cuando vi su rostro sobre mí. No había perdido un ápice de su belleza y perfección,

- ¿Cómo es posible? ¿Te vi morir Abrahel?

Su sonrisa, tan cautivadora como la recordaba, turbó mis sentidos y embriagó mi corazón. Deseaba no separarme jamás de ella ahora que volvía a estar a su lado. Acaricié su mejilla sintiendo su suave piel bajo mis ásperas manos.

- Estás todavía débil - Me dijo con dulzura - Debes descansar.

Me ofreció un poco de agua acercando un vaso de madera a mis labios mientras sujetaba mi cabeza. Bebí con avidez como si se tratara de un elixir mágico, sintiendo cada gota recorrer el interior de mi reseco cuerpo. Suavemente dejó mi cabeza sobre un ovillo hecho con su capa y puso su mano en mi frente.

- La fiebre ha bajado.

Con las pocas fuerzas que aún me quedaban conseguir cogerle la mano y besarla con la pasión del amor que habitaba en mí.

- Te creí muerta.

Ella me sonrió apartando la mano de mis agrietados labios.

- Me llamo Agneta - Me dijo - Abrahel era mi madre.





Continuará...

Relato basado en el universo Diablo de Blizzard

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