sábado, 31 de diciembre de 2011

Garrafilada - Parte IV



Las horas pasaron lentamente en el interior de aquella jaula en la que nos habían encerrado. A mi lado estaba sentado un hombre llamado Adolf, quien no paraba de repetir las horribles cosas que nos iban a suceder. Su porte fuerte y enjuto, contrastaba con el miedo que destilaban sus palabras pues, para un simple granjero como él, los Caídos eran los demonios más terroríficos que conocería jamás. Al otro lado, de pie, agarrando los barrotes con ambas manos y la mejilla apoyada en el frío metal, gimoteaba Heins que una y otra vez repetía el nombre de su amada esposa y perjuraba venganza contra el cielo estrellado.

- Oye chico – Dijo una voz desde el otro lado de la celda - ¿Tú no tienes miedo?

Alejado de la débil luz que proyectaba una de las hogueras que aun permanecía encendida estaba Karl Schleifer con el rostro oculto bajo su largo pelo negro.

- ¿Te has tragado la lengua? – Insistió.

- No – Contesté – No tengo miedo de lo que pueda ocurrirnos.

- ¿Por qué?

Encogí ligeramente los hombros como única respuesta, pues era tan cierto que no sentía inquietud alguna como que no saldría vivo de aquel mísero lugar. No me importaba en absoluto sufrir o morir, lo que en ese momento más me preocupaba era lo que podía ocurrirle a Agneta.

- Es por tu chica, ¿verdad?

- No es mi chica – Contesté para dejar bien clara nuestra situación – Sólo somos compañeros de viaje.

- Poco importa eso, si no tienes miedo a morir es porque hay otro miedo más poderoso.

- Me preocupa qué pueda pasarle.

- Ya te he dicho que no le pasará nada porque es virgen, en cambio de su esposa no podía decirse lo mismo - Dijo inclinando la cabeza ligeramente hacia Heins.

- ¿Qué le pasó?

Karl se limitó a señalar el fondo del campamento donde un costillar ensartado en una vara de metal descansaba sobre un fuego consumido. Una nauseabunda sensación subió desde mi estómago para hacer que el mundo a mi alrededor diera vueltas. Desde donde estaban, Heins había podido ver, impotente, como su esposa era devorada. Comprendí en ese momento la locura que se había apoderado de él y que le obligaba a reclamar venganza.

- Es horrible.

- Ahora no podemos hacer nada por ella – Me aseguró – Deberíamos centrarnos en salir de aquí, pero no puedo hacerlo solo.

- ¿Cómo?

- Necesito que te quedes aquí mientras recupero mis armas y mi ropa, cuando te haga la señal deberás salir de la jaula y alejarte todo lo que puedas.

- ¿Dónde están tus armas? – Quise saber, pues mi espada era el único recuerdo que poseía de mi maestro y que seguramente estaría guardada en el mismo lugar.

- En aquella tienda de allí – Contestó.

- Tengo que recuperar la espada de mi mentor.

- Intentaré encontrarla, pero no te prometo nada. ¿Cómo es?

- Lleva unas runas grabadas en la hoja.

Como un felino, Karl se movió por la jaula hasta la tosca cerradura y empezó a manipularla con maestría. Pasados unos escasos segundos, la puerta se abrió de par en par permitiéndoles salir.

- No os mováis de aquí hasta que yo os avise.

Mientras le veía alejarse entre las sombras, recordé una lejana tarde en el famoso mercado de la remota Kurast. Mi maestro y yo, que apenas tenía doce años, caminábamos por entre las tiendas en busca de ropas nuevas y limpias para poder asistir a la audiencia con el Gran Maestre. El mercado, famoso por sus sedas y exóticas especias, era un conjunto interminable de casas de bambú con techo de paja que se extendía por gran parte de los muelles. Junto a jóvenes y modestos comercios podían encontrarse grandes casas pertenecientes a importantes y prósperos comerciantes. Fue en una de estas últimas en la que entramos. No se trataba de una opulenta morada, sino que era más parecido a un práctico almacén donde podía encontrarse cualquier cosa, por muy extraña que fuera.

Tras el mostrador, el encargado hablaba animosamente con un cliente de aspecto tenebroso y voz cortante como la más afilada de las dagas. Reconozco que sentí curiosidad por él, pues estaba claro que había vivido infinidad de aventuras y, por aquel entonces, yo estaba ávido de acción.

El extraño aventurero se despidió del comerciante y caminó hacia nosotros con la mirada fija en mí. Vestía una armadura ligera de color gris y negro que no brillaba como la de mi maestro, sino todo lo contrario, pues parecía absorber la luz y convertirla en oscuridad. Una capa negra anudada al cuello se agitaba a su alrededor confundiendo su contorno. En realidad, lo único que podía ver de él con claridad era la cicatriz con forma de cruz que tenía en el rostro, pero me sentí irremediablemente atraído por el increíble aura que desprendía aquel hombre.

- Tened cuidado con Meshif – Nos dijo – Ese viejo pillastre conoce más trampas que el propio Diablo.

Mi maestro no contestó a las indignadas palabras del hombre, pero le siguió con la mirada hasta que abandonó la tienda.

- ¿Quién era, maestro? – Quise saber con ingenuidad.

- Se llama Karl Schleifer – Me contestó con un semblante serio – Pero te recomiendo que te alejes todo lo que puedas de él.

- ¿Por qué?

- No es de fiar.

Encerrado en aquella jaula, me atreví a poner en duda el consejo de mi maestro y, si aquel enigmático hombre podía sacarnos de allí, pensaba ayudarle en todo lo posible. Sin embargo, tanta espera hizo que Adolf empezara a impacientarse y, dándome un empujón, quiso salir al exterior. Heins y sus ansias de venganza le siguieron como uno de un muerto viviente. Lo que sucedió después fue realmente confuso.

Heins empezó a gritar mientras corría en pos del primer Caído que vio para abrirle la cabeza con una piedra, Adolf ignoró a su compañero y se alejó a través del campamento esquivando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Tardó demasiado en darse cuenta de que estaba rodeado y la gorda criatura de ojos saltones se precipitó sobre él con el puñal en la mano. Para mi sorpresa, aquel Caído lunático empezó a apuñalarse la enorme panza hasta que, con un visceral estallido, esparció sus vísceras sobre el malogrado Adolf que empezó a retorcerse de dolor mientras el resto de la tribu caía sobre él.

Por su parte, Heins luchaba contra una docena de Caídos con una espada rota que había conseguido de manos de su primera víctima. No hay peor enemigo que aquel que está cegado por la ira, solía decir mi maestro y era cierto. Aquel hombre desesperado blandía la espada a un lado y a otro para mantenerles alejados, pero no vio al Profeta que se le acercaba por la espalda. La gigantesca mano del jefe del campamento le agarró por la cabeza para levantarle sin esfuerzo y, a pesar de todo, Heins luchó todo lo que pudo antes de que su cráneo cediera bajo la brutal presión de aquellos dedos demoníacos.

El Profeta, todavía con la sangre caliente de su víctima goteándole de la mano, se volvió hacia donde yo estaba y me señaló con el arma que empuñaba. No entendí sus palabras, pero pude hacerme una idea cuando una treintena de Caídos sedientos de carne corrieron hacia mí.

De repente, una lluvia de cuchillos se alzó desde el suelo y, girando sobre si mismos como un huracán, fueron segando las vidas de aquellas criaturas. Entonces, de la más absoluta oscuridad, salió Karl Schleifer, ataviado con su armadura gris y su tenebrosa capa, y caminó por entre los muertos hasta detenerse a unos escasos metros del Profeta al que se le había unido el Chamán. Extrañados por la valentía de su preso, dudaron un instante, pero al poco, concluyeron que no necesitaban supervivientes.

El Profeta se irguió en toda su estatura frente a Karl y blandió un par de veces su arma para intimidarle, después se abalanzó sobre él con sus mandíbulas abiertas y el ansia asesina en sus ojos. Horrorizado, no supe que hacer. Podía escapar de allí, pero no sabía cuanto tiempo aguantaría en el bosque hasta que me encontrasen. Es posible que unos días, puede que una semana, pero entonces, ¿que pasaría con Agneta?

Mientras las dudas agarrotaban mis músculos y mis pensamientos, el tiempo se consumió y las posibilidades de escapatoria se esfumaron. Las dos espadas clavadas en el garrote que esgrimía el Profeta impactaron en el pecho y el cuello de Karl Schleifer sin que este llegará siquiera a moverse. Si un mito de Santuario había sido vencido con tanta facilidad...

¿Qué podía hacer yo para sobrevivir?



Continuará...

Relato basado en el universo Diablo de Blizzard

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