lunes, 12 de diciembre de 2011

Savia Nueva - Parte IV


Era libre, pero no sentía que lo fuera. Mi maestro y nuestros compañeros, Abrahel y Theomer, estaban encerrados tras las rejas, pero yo, siguiendo sus consejos me había quedado al otro lado. Impotente e inútil, me escondí entre las sombras con la vana esperanza de que no me vieran, aunque bien sabían nuestros enemigos que éramos cuatro. Rápidamente los tres héroes formaron un triángulo sin mediar palabra, dejando el pedestal con el ansiado anillo y los múltiples tesoros en el centro.

Sobre ellos, a unos metros de altura, el viejo comerciante que les había contratado reía con voz ronca, clavando su pérfida mirada sobre los guerreros. A su lado, cinco hombres cubiertos por unas oscuras túnicas, aguardaban como estatuas demoníacas.

- ¿Qué te traes entre manos sucia basura? - Exclamó mi maestro.

- Los tiempos cambian - Contestó el anciano con la voz oxidada por los años - Se acerca el Apocalipsis y todo aquel que no haya elegido el bando correcto perecerá.

- Eso es imposible, los señores infernales fueron derrotados - Le contradijo Theomer.

- Creed lo que os plazca, no me importa en absoluto porque he visto lo que se avecina y he hecho mi elección.

- ¿Qué piensas hacer con nosotros? - Preguntó Abrahel con orgullo desafiante.

- El nuevo heraldo necesitará un ejército y yo pienso proporcionárselo para ganarme su confianza -el viejo se inclinó en su trono toscamente tallado y les señaló con un dedo ensortijado - La sangre y carne de las vírgenes es mejor para lo que intento conseguir, pero a su vez es demasiado valiosa como para desperdiciarla en simples experimentos.

- ¿A qué experimentos te refieres?

- Paciencia, paladín. Me gustará ver si la Luz será capaz de protegerte de los nuevos ritos.

A un gesto de su mano, los cinco hombres envueltos en túnicas se dispersaron por la balconada mostrando sus rostros grises e impasibles. Oculto en las sombras al otro lado de la verja, observé como mis tres compañeros empujaban los tesoros para hacerse un sitio en el centro. Reconozco que en aquel momento debería haber huido, pero algo me atenazaba. No sé si era la curiosidad o el miedo, pero no podía moverme de donde estaba a la espera de ver que sucedía. No tuve que esperar mucho. Los monjes iniciaron un cántico perverso y un aura extraña se elevo del suelo que pisaban mis amigos. Abrahel intentó lanzar un hechizo, pero la magia no brotaba de ella. La Luz que brillaba en el alma de mi maestro pareció apagarse y su rostro palideció. En un último y desesperado intento, Theomer saltó sobre la pared de piedra e intentó escalar convertido en oso, pero era demasiada altura y las notas que entonaban los monjes le estaban debilitando.

Aterrorizado, pude ver como el pelo que cubría el cuerpo del druida se desprendía y su piel empezaba a hervir. Fue entonces cuando, al fijarme en Abrahel, la vi retorcerse de dolor. La piel se le estaba desprendiendo de la carne y los ojos estaban a punto de saltar de sus órbitas. Mi maestro no estaba corriendo mejor suerte, pero reunió las fuerzas suficientes para acercase hasta la verja y deslizar su espada por entre los barrotes mientras sus músculos se le desprendían para formar parte de aquello que empezaba a nacer en el centro de la estancia
- Corre.

Aquellas fueron las últimas palabras de mi maestro, Vedesfor "El Muro", uno de los supervivientes del asedio de Harrogath, uno de los grandes héroes de Santuario. No recuerdo el momento en que cogí su espada y salí corriendo, pero nunca podré olvidar la explosión que hubo a continuación y que, de haber estado más cerca, me habría matado. Corrí por aquel pasillo sin darme la vuelta a pesar del espantoso grito que surgió de la criatura que se había formado con la carne del sacrificio realizado.

Nunca sabes cuál es tu límite hasta que realmente lo superas y aquel día lo hice. Pasaba por los largos corredores con la espada todavía llameante en las manos y gritando el nombre de la runa que me indicaría el camino de vuelta. Los pasos de aquella cosa me seguían de cerca y podía oír como algo metálico arrancaba pedazos de pared. Pasé junto a los restos de los exploradores como una exhalación con un único objetivo: Salir vivo de la trampa que nos habían tendido. No había tiempo para pensar, sólo para correr. Pasaron unos minutos y los ruidos que provocaba mi perseguidor se perdieron en la profundidad de la gruta, pero no me detuve en mi avance.

Cuando llegue a la salida vi que llovía con fuerza y la luz era escasa pese a ser pleno día. Emergí como si lo hiciera del lecho de un río, tomando una salvadora bocanada de aire, pero cuando había recorrido una veintena de metros y ya me sentía a salvo, me detuve con brusquedad resbalando sobre el barro que se formaba en la tierra.

Delante de mí encontré a un hombre con la piel de ébano y el rostro escondido tras una horripilante máscara. Sus manos temblaban y el sonido de los múltiples abalorios que llevaba se asemeja al de un carro desvencijado recorriendo un camino de piedras. Aquel ser me cogió del brazo y me empujó a un lado cuando en la entrada de la cueva rugió la criatura que me estaba persiguiendo. Me había dado caza por fin, no tenía escapatoria. El monstruo debía medir cerca de tres metros, estaba inmensamente gordo e iba desnudo y sus únicas prendas eran dos piezas metálicas que le cubrían la flácida papada. Con facilidad, enarboló dos mazas del tamaño de un hombre y desafió al extraño de la máscara que se limitó a pronunciar unas palabras que sonaron como un montón de piedras al chocar.

El suelo bajo los pies de la colosal criatura se removió y de entre las raíces surgieron manos, brazos y cabezas que le sujetaron para después morderle, arañarle y hundir unos dedos como garras en su blanda carne, pero el monstruo parecía no sentir el dolor y con el movimiento de una de sus armas limpió el lugar de cualquier aparecido indeseado. Enfurecido, proyectó el otra arma contra la montaña e hizo que las rocas salieran despedidas hacia nosotros. Por segunda vez, creí morir, pero para mi sorpresa, las rocas se detuvieron en el aire y junto al enigmático hombre de la máscara tribal apareció una mujer de ropajes anchos y ojos rasgados y brillantes. A nuestro alrededor había surgido un aura protectora y la maga parecía ser el origen. Era como si el tiempo se hubiera detenido, pues las rocas se movían con tal lentitud que pude alejarme de ellas y salvar el pellejo. Fue una irresponsabilidad apartarme, ya que mi enemigo me alcanzó con increíble velocidad plantándose frente a mí con los brazos en cruz empuñando ambas mazas. Lentamente empezó a describir un arco y yo me encontraba en el punto de colisión. Poco importaba lo que hiciera, podría haber intentado esquivarlas, podría haber corrido, pero aquella cosa infrahumana me habría atrapado tarde o temprano, así que me despedí de mi vida y con muy poca valentía cerré los párpados con fuerza.

El golpe definitivo nunca llegó. Al abrir los ojos me encontré entre la diabólica criatura y un hombre que sujetaba las mazas con las manos desnudas. Lo que estaba viendo no podía ser cierto, nadie podía detener un ataque como ese con pura fuerza bruta. Observé a mi salvador. Vestía una sencilla tela naranja que dejaba al descubierto la mitad de su torso, iba con la cabeza completamente rasurada y un collar de cuentas de madera colgando del cuello.


- Corre - Me dijo con el esfuerzo desfigurándole el rostro.

Me aparté de ellos e hice lo que me ordenaron como siempre había hecho. Obedecí a mi padre y a mi madre cuando yo no quería abandonarles y me dejaron al cargo de mi maestro al que también obedecí hasta el día de su muerte, de la misma forma que obedecí a aquel extraño para salvar de nuevo mi vida. No sabía hacer otra cosa que aceptar las decisiones que otros tomaban por mí. Creo que estaba llorando cuando me detuve en seco, estaba cansado, muy cansado. No de huir de aquel monstruo, sino de huir de mí. Cansado de negarme a mí mismo todo el derecho a decidir qué hacer con mi vida. Observé la espada, acaricié las runas grabadas en ella y la paz se adueñó de mí. Sentí por fin como mi ser se llenaba, por primera vez en mi vida, de determinación. Una determinación que no me abandonaría jamás.

Me volví con la espada en alto gritando de puro odio, sin ver lo que tenía delante, sólo las imágenes que mi mente me quería transmitir. Mis padres, la chimenea con mi abuelo, el otoño dorado en Bramwell, mi buen maestro.

El primer tajo amputó uno de los brazos del demonio, el segundo le abrió la barriga en canal desparramando todas sus tripas sobre el suelo y cuando se inclinó de dolor le atravesé la cabeza sintiendo una inmensa satisfacción al cercenarle su asquerosa vida. Jadeante, me quedé mirando sus restos sanguinolentos, empuñando la Venganza de Vedesfor, pues así fue como llamé a mi espada desde aquel trágico día en el que mi gran maestro, héroe de Santuario, murió sin poder presentar batalla. El mismo día en que el niño Thar de Bramwell murió para convertirse en Thar "El azote".

Desde entonces han pasado cinco años y lo que dijo aquel viejo se ha cumplido. Un nuevo heraldo ha aparecido y Santuario no está a salvo, el mal ha estado esperando su momento y el momento ha llegado. De nada sirven las viejas glorias, es necesario que surjan nuevos héroes que empuñen sus armas para defender a los inocentes de la oscuridad que se cierne sobre nosotros. Ha llegado el momento de ser valientes y de quitarnos la venda de los ojos para ver la verdad que se esconde tras las mentiras. Ha llegado el momento de luchar.



Continuará...

Relato basado en el universo Diablo de Blizzard

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