Hasta chocarse contra una pila de maderos y caerse de bruces. Angélica estaba agotada de
huir de aquella marabunta de gente con antorchas que gritaba enloquecida.
Una mano la cogió y la
ayudó a levantarse. Angélica se sintió protegida cuando Maya, la comadrona del
pueblo, le rodeó los hombros con un afectuoso brazo. Para cuando descubrió la
traición, ya era demasiado tarde. El brazo de la comadrona le apresó el cuello
con fuerza.
El herrero del pueblo la
cogió en volandas y la ató a la pira, mientras el cura rezaba por su alma y el
resto coreaba su muerte. Ciegos al engaño de la matrona.
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