En fin, que sin venir a cuento llegué a la conclusión de que quiero ser maligno. Sí, maligno. Ojo, no confundir con malvado. La diferencia es clara, un malvado se dedica a probar cuan resistente y duradera es la hoja del cuchillo de cocina japonés que se ha comprado en la teletienda, o a atracar un banco con una media de rejilla en la cabeza (muy útil para poder respirar no como las de licra) o, incluso si es realmente malvado, puede dedicarse a cambiar la hora en la que dan tu serie favorita. No me diréis que no hay que ser malo, pero con avaricia, para qué después de tres meses emitiendo una serie todos los miércoles a las diez y media, un día cualquiera, con premeditación y alevosía, te la cambien a un martes a la una de la madrugada. Eso no es ser malvado, eso es ser un hijo de puta.
En cambio, los malignos nos dedicamos a cosas más banales. Por ejemplo, todo maligno que se precie tiene que colarse en la cola de la carnicería cuando hay media docena de abuelas armadas con sus bolsos. Eso sí que es tener un par de cojones, sí señor, que lo haga Batman si tiene lo que hay que tener. O patear al Yorsai de la vecina mientras piensas en todas esas veces que te ladra sin motivo alguno al pasar por el rellano. No me dirás que no se lo tiene merecido. ¿Por qué tienen tan mala leche los Yorsais? Sobra decir que todos hemos intentado pasar a lo ninja por delante de la dichosa puerta y que, de no ladrar el perro, hemos hecho ruido para ver si está, llevándonos un chasco cuando comprobamos que, efectivamente, no está y que nuestras habilidades para la infiltración siguen siendo igual de nulas.
Uno de los placeres más inexplicables de ser maligno es el sillón. ¿Alguna vez has visto un maligno sin sillón? Eso no es un maligno, ni es "na". Nosotros los malignos sabemos vivir como nadie y por eso lo primero que tengo que hacer para convertirme en uno, es comprar una mesa ovalada de quince metros de largo y un sillón. De hecho, tenemos nuestra propia sección en el Ikea con un tipo de sillón para cada tipo de malignidad, estaría muy feo tener el mismo modelo que otro, eso provoca tensiones y cismas muy poco aconsejables entre nosotros.
Ya puedo imaginarme recorriendo la mesa, acariciándola con dos dedos hasta llegar a mi sillón de respaldo alto, muy alto, y apoya brazos generosos, muy generosos. Es curioso, pero una de las primeras cosas que hacemos los hombres cuando nos sentimos cómodos es... abrir las piernas. ¿Para qué? ¿Para que nos dé el aire? No te digo que vayamos a sentarnos con las piernas cruzadas, porque puede ser incómodo, sobretodo cuando se te duerme un huevo. Es fácil reconocer a un hombre al que se le ha dormido un huevo porque cojea y va con la mano sobre el apéndice (estaría feo tocarse el paquete en ese momento, el orgullo está muy arraigado en el genoma masculino). Conclusión, somos prácticos. Cuando nos sentamos y abrimos las piernas no estamos siendo groseros, brabucones o machitos. Estamos siendo prácticos, porque es muy difícil pensar cuando te ponen una pierna encima.No pretendo que entendáis o compartáis mi vocación, tan solo respétala, pues nuestro maligno objetivo en la vida no es causar daño, sino sembrar la duda y hacer menos veraz la realidad que dais por sentada. Pensad en lo que formuló Descartes con su hipótesis del genio maligno:
Podemos considerar que nuestro reconocimiento de algo como verdadero es consecuencia de nuestra naturaleza y podríamos pensar que vemos algo como verdadero porque estamos hechos como estamos hechos, de tal forma que a distinta constitución distinto conocimiento.
Un maligno no es más que la irregularidad que no gusta ver, aquella que desentona con el resto del tapiz y que te permite apreciar todo lo bueno que te rodea. Debes vernos como el negro que hace resaltar el blanco, la sombra que realza la luz, la desgracia que acentúa la felicidad . Piensa que todos, de una forma u otra, somos malignos a los ojos de alguien y eso no es malo, sólo diferente. Así que recuéstate en tu sillón, abre bien las piernas y ríete de los que te ven diferente con una carcajada maligna.
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